Ayer observé algo fascinante: 30 personas en un brunch creando prototipos con inteligencia artificial. No estaban programando en el sentido tradicional. Estaban conversando con la tecnología.

La mayoría nunca había escrito una línea de código. Sin embargo, ahí estaban, usando GitHub Copilot y Firebase Studio, materializando ideas que antes solo existían en sus cabezas.
Lo que realmente me hizo reflexionar sucedió después. Mi esposa, que había estado actualizado su sitio web por su cuenta con la ayuda de GitHub Copilot y Claude 3.5, me dijo algo revelador: "Por primera vez siento que puedo hablarle a la máquina y ella me entiende. Es como trabajar con un asistente real."
No es un pequeño cambio incremental. Es un salto cualitativo en cómo interactuamos con la tecnología.
Durante décadas, hemos tenido que aprender el lenguaje de las máquinas. Ahora, finalmente, las máquinas están aprendiendo el nuestro.
La barrera de entrada no es ya conocer sintaxis o frameworks. Es tener claridad sobre lo que quieres crear.
Esto no se trata de reemplazar programadores o diseñadores. Se trata de democratizar la creación. De permitir que las ideas fluyan del pensamiento a la realidad con menos fricción.
La verdadera revolución no es que tengamos quien escriba código por nosotros. Es que estamos desarrollando un nuevo lenguaje compartido entre humanos y máquinas.
¿Qué pasará cuando la limitación ya no sea técnica sino imaginativa? ¿Cuándo el factor decisivo no sea "¿puedo construirlo?" sino "¿vale la pena construirlo?"
Y aquí es donde debemos ser cuidadosos. ¿Notaste cómo cada vez más personas están creando "soluciones con IA" para problemas que no existen realmente? Es el nuevo martillo dorado: cuando lo tienes, todo empieza a parecerse a un clavo.
Personas construyendo flujos de trabajo automatizados complejos cuando una simple aplicación existente haría el trabajo. Añadiendo capas de IA a procesos que funcionaban perfectamente bien sin ella.
Es como si hubiera una necesidad casi tribal de decir "yo también uso IA" sin preguntarse primero: ¿esto resuelve algo real?
La verdadera innovación raramente comienza con la tecnología. Comienza con un problema genuino, una fricción que alguien experimenta y piensa: "debe haber una mejor manera".
La IA es solo una herramienta, no un fin en sí misma. Y como cualquier herramienta, su valor está determinado por el problema que resuelve, no por lo impresionante que suena en una conversación.
Tal vez la pregunta más importante ahora no es qué pueden hacer las máquinas por nosotros, sino qué conversaciones valiosas podemos tener con ellas. Y más crucial aún: cuándo vale la pena tenerlas.
¿Y si el superpoder más escaso hoy no fuera la habilidad de construir con IA, sino el juicio para saber cuándo —y cuándo no— usarla?